Aunque fue el año pasado cuando se cumplió el 75 aniversario de un grave accidente ocurrido en nuestros lares (se trató del mayor desastre ferroviario de la historia de España, cuya ubicación se circunscribió a localidades situadas en la entrada este de nuestra comarca, tras el descenso acelerado por los Montes de León de un diabólico “monstruo sin gobierno”), retornamos a un nuevo intento de realizar una semblanza ilustrativa de lo que sucedió en aquella triste fecha: el 3 de enero de 1944. Este siniestro impresionó sumamente entonces (quedando indeleblemente impreso en el imaginario colectivo de un sector poblacional del entorno concernido) y conmocionó a parte de los habitantes de nuestra comarca (expandiéndose paulatinamente por otros pagos allende la zona). Particularmente una especie de mezcla de morbo y sano deseo de aclaraciones, debido al ostracismo y ocultamiento al que decidió condenarlo el régimen franquista, posibilitó que se formularan variadas cábalas y se llegara a considerar como el tercero más letal en el Libro Guiness de los récords: precisión que se soslayó poco tiempo después por infundada o fantasiosa. De este modo, luego de varias valoraciones no coincidentes, se transformaría en mito y hecho inaudito en los anales del mundo de las comunicaciones terrestres (cuya rareza lo sujetaría comprensiblemente a una cierta y todavía irresoluble polémica). Porque se saldaría con unos datos abultados de damnificados, a título del “mayor suceso ferroviario en territorio nacional (conforme al volumen de víctimas) en la andadura de la antaño Compañía estatal de Caminos de Hierro del Norte (bajo la égida del conglomerado que se transformaría en la actual RENFE), que explotaba precariamente este recorrido”. Al mismo tiempo, fruto de la transmisión oral e ignorancia consuetudinaria, se adscribiría a la categoría de único (a base de una interpretación sesgada y parcialmente tergiversada, aderazada con unas notas esotéricas inventadas en dominios presuntamente “especializados y asimilables al campo de la videncia”).

El Expreso correo n.º 421 partió de la Estación del Norte de Madrid a las 20:30 horas del día anterior, repleto de soldados con destino a tropa y marinería en Galicia, de gentes de todo tipo (menores, adultos y personas mayores) que se distribuirían por la zona noroeste peninsular en una lógica interrelacional propia de la posguerra nacional, plagada de estrecheces, penurias y carencias diversas. En este sentido, conviene hallar en esta peculiaridad estructural e infraestructural una de las claves que justificarían el terrible incidente: la falta de conservación y mantenimiento de la red y la obsolescencia o cierta escasez de material de tracción y remolque, sobre todo en su función de sustitución o apoyo en caso de necesidad creciente de arrastre de las expediciones programadas, en el lapso o decurso a lo largo de enclaves agrestes. A su vez, en esta tesitura especial de orografía compleja próxima, en su itinerario se adoptarían algunas cautelas habituales limitadas (máxime ante la expectativa de agregarse nuevas unidades o el reemplazo en las plazas vacantes, principalmente en Palencia o procedentes de la vecina Asturias), virtualmente restrictivas o excepcionales y sencillamente pseudoprotocolarias. Los transbordos se efectuaban con frecuencia (enganches y desenganches) en esos intervalos de celebraciones familiares y cuasi rituales.

Respecto a las características del pasaje a trasladar en aquella tarde-noche de pleno invierno, en el aspecto humano cabe resaltar que la afluencia superaba apreciablemente el aforo máximo permitido, a modo de abarrote, con viajeros esparcidos asimismo por los pasillos, plataformas e incluso ocupando los servicios. La mayoría de los testimonios señalan en sus cálculos que transportaría alrededor de 900 usuarios. Y, por lo que atañe a su composición previa a la escena dantesca (de padecimientos, fuego y gritos agónicos estentóreos en el declarado averno), se ha certificado que era arrastrado por dos locomotoras (una denominada “Americana” 141 con la inscripción n.º 4532 y otra renombrada “Mastodonte” 240 la n.º 2423, en el comienzo y remate del convoy y por ese orden) y que movilizaba 12 vagones, enganchados a su cargo, cumplimentando esta serie secuencial: un furgón de equipajes, otros dos de correo, dos más de 1ª clase (uno de los cuales mixto, de 1ª clase y dotado de bar), otro mixto simple (adaptado para 1ª y 2ª clases), 5 de 3ª clase y, finalmente, un vagón pagador. Entre todos los pasajeros, afortunadamente, unos 780 billetes despachados correspondían a los usuarios de 3ª clase.

Arribando a León capital su retraso era considerable, en torno a las dos horas (por lo que se conminó a los conductores de las máquinas a recuperar algo del tiempo “perdido”). Mas tal propósito no resultaba factible per se y el tren se encontraba en Astorga a las 12 del mediodía, sin visos de progresión aparente ni recuperación del desfase horario (aquí se empleó un corto intervalo a fin de reajustar las almohadillas de las zapatas). En la ciudad episcopal se vislumbraba en la susodicha contingencia una jornada de niebla, ábrega pero desangelada, en el contexto de un período desabrido por naturaleza. Semejaba en la atmósfera mortecina que se iba instalando una premonición infausta o latente superstición, a manera de augurio infernal de lo que acaecería a renglón seguido.

La continuación del trayecto se saldó con un patente empeoramiento de la situación, ya que en La Granja de San Vicente (precisamente a la espera de encarar, en ese caso, la terrible “rampa” de Brañuelas: cima en altitud o culmen del restante itinerario fijado) se detectó un sobrecalentamiento de las cajas (visible en las manguetas respectivas). En este lance o episodio se produjo una discusión entre el maquinista Julio Fernández y el mando del que en esa ocasión dependía orgánicamente (el cual incentivaba la continuidad del periplo acordado sin tardanza accesoria), fundamentalmente ante las reticencias insistentes y renuentes del primero, alegando el conductor que el desenganche de la “Mastodonte” (apartada por la amenaza de avería segura por la torridez en el estado de fricción de un eje del carro bisel) comportaba una temeridad palpable. Este insistente empeño reivindicativo se apoyaba en razones obvias y planteamientos coherentes, formulado en presencia del fogonero-ayudante y rodeados ambos interlocutores principales por un auditorio integrado por otros contados e insospechados escuchantes, rematando dicha controversia con la decisión o consejo terminante del aludido Jefe de la Circunscripción de Tracción de León, Luis Razquín. Este diálogo que se intuía banal venía precedido de otro intercambio apacible de opiniones y contraste de pareceres, ya soslayado con idéntica avenencia o imposición (en León). Se solventaría, a la postre y en tópica lid, gracias al imperio y criterio “atinado” de la jerarquía (como era lo corrientemente instaurado en aquella época).

SE AVECINA LA TRAGEDIA:

En La Granja de San Vicente (Brañuelas) punto clave de parada y revisión, en el inicio del descenso de El Puerto del Manzanal se le dio la salida al convoy, a pesar de que iba remolcado por una sola máquina y del riesgo evidente que ello conllevaba aparejado.

Al bajar a través de la citada pendiente considerablemente pronunciada en pos de internarse en tierras bercianas y tirado por una sola cabeza tractora–, el intrincado transitar del tren ya presagiaba, en su avanzar vacilante, sinuoso e inseguro, que su fatídica suerte “estaba echada”. A continuación pasó por Albares de la Granja (a las 13:10 horas), sin control alguno y en dirección a Torre del Bierzo. El Jefe de esa mentada estación de referencia llamó inmediatamente a su homónimo de Torre y le informó inmediata y cumplidamente de la fatal deriva que llevaba el hiperdinámico y desfogado protagonista. Este último mencionado director de circulación mandó acumular traviesas, piedras y otros obstáculos al objeto de detener al desbocado expreso correo. No resultó posible puesto que en menos de 5 minutos entraba el enloquecido intruso por una de las vías libres sin frenar aparentemente ni visos de obedecer y dejaba atrás dicha ubicación, con su silbato avisador de alarma desatada a gran potencia. El choque estaba servido irremediablemente, al hallarse en los aledaños del infortunado túnel una locomotora en maniobras (la 4421, con tres vagones adosados). Esta pugnaba por marchar prestamente, en aras de retirarse de la singladura que había adquirido el peligroso y contumaz acosador y así huir en sentido contrario, merced a la realización de una maniobra forzada. Ello se mostró, en cambio, insuficiente: se concretaría en un afán apresurado e infructuoso, en realidad, pues el ensayo apenas iniciado se demostraría pronto inútil y precozmente abortado. La llegada vertiginosa del temerario e insolente huésped maldito anuló de raíz la operación pergeñada, al no alejarse apreciablemente el endeble fugitivo del inextricable y constringente acometimiento a su propia indemnidad. En este aspecto, tampoco alcanzó a dejar expedita la vía con la diligencia indispensable y en absoluto exigible (frente a lo implacable de lo que se le venía irreversiblemente encima, recién enterado de la emergencia inaplazable, urgente y previamente anunciada). El accidente fue horrible y, tras el abordaje, los dos últimos vagones del aleatorio e involuntario interviniente local quedarían en el interior del túnel (en el paraje llamado “Peña Callada”), mientras que la locomotora tractora y el otro vagón se mantendrían fuera. En lo que afectaba a su oponente invasor, el tren expreso correo n.º 421 asimismo en trance de descarrilar y salir de su cauce sin remisión y que ya había empleado a mayores en su periplo precedente toda una panoplia extensa de estrategias imaginables y supletorias en su mano (“a contravapor”, activando los frenos de husillo, recurriendo al ingenio y experiencia acumulados por sus encargados de a bordo, etc.), tras un esfuerzo póstumo y sobrehumano dirigido a aminorar su veloz marcha, se localizaba parcialmente en el interior del túnel (el vagón de equipajes, dos de correos y también los de 1ª clase, lamentablemente, que se introdujeron en busca de la maraña de amasijos producto del monumental e indescriptible siniestro que ya se atisbaba “ipso facto”). Mientras que los demás vagones integrados en su travesía, igualmente los originarios que los añadidos (o sea, el conjunto de los 5 de 3ª clase y el furgón pagador), se situaban venturosamente en el exterior.

A más inri, casi simultáneamente (una media hora antes), desde la cercana Bembibre (que en las entrañables fiestas navideñas celebraba, despreocupado de aquella ineludible circunstancia luctuosa, una feria tradicional en su calendario comercial) se había dado la autorización de arranque y progresión a un tren de mercancías (encabezado y revolucionado convenientemente, de esa guisa en pleno proceso de aceleración). Pero el azar se desveló terco y este tercer actor implicado se convertiría en el otro implicado mayúsculo de excepción.

Por tanto, no consiguió evitar el impacto descomunal subsiguiente el maquinista de la comentada expedición en evolución inversa (pese a su autoinmolación en pro de salvar la vida de sus congéneres en pavorosa e intrincada situación) y ni tan siquiera lograría paliar tamaña embestida aguardada. Esta vez, por inmediatez física y falta de tiempo y distancia de reacción, el valiente empleado en prácticas de la mencionada locomotora de reducida capacidad de amplitud de acarreo y envergadura acabaría pagando con su existencia su bendita osadía y el imprescindible auxilio colaborador. Su servicio abnegado e incondicional, de desprendimiento y generosidad finalmente no se plasmó conforme a su auténtica finalidad: reducción de la marcha del magno carguero. La causa esencial del fracaso hay que circunscribirla a un coadyuvante mas axial factor: el mercancías en leve ascenso (que acostumbraba a dedicarse preferentemente al trasvase del mineral autóctono) se encontraba regido y animado por una potente locomotora Santa Fe, gigante que impulsaba el conjunto carbonero n.º 7742 y cuyo entonces cometido en ciernes era el transporte de unas 750 tm de mineral (distribuido entre 27 vagones típicos y complementado además usualmente con un furgón adicional). Desgraciadamente no se enteró ni atisbó precautoriamente lo acontecido en su rumbo, al haberse dañado el sistema de señales visuales radicalmente, causando de esta forma un resaltable incremento negativo en las repercusiones de la catástrofe consumada. Las consecuencias jamás serían inventariadas por su complejidad, al no poder contabilizarse con acierto las numerosas pérdidas de cualquier clase y/o ámbito singularizado. De esta forma, los malos augurios, relativamente sopesados y pensados indiciariamente de una magnitud inconmensurable justo al inicio del desgraciado evento, aumentarían de repente en grado y proporción lo que hasta ese instante se había apuntado u ocurrido.

Los vecinos de la localidad berciana (torrelanos de pro, desinteresadamente y con un altruismo y desprendimiento sobresalientes) comprendieron atónitos, sin apelación ni equívoco posible, la atroz e inaudita muestra de dramatismo a afrontar sin demora. Se asumía voluntariamente la asistencia demandada y compleja, pues, por una serie de fenómenos asociados extraordinarios: el enorme estruendo, acompañado de una emisión de gases y humo negruzco espeso (fruto de la combustión de la madera barnizada y otros materiales corrientemente ignófilos presentes, frente a las preceptivas luminarias de gas y demás materias combustibles, en peligro de calcinación) o la horrenda estampa de los afectados que huían a fin de no verse envueltos en llamas. La hoguera inapagable, no obstante, no arredró de ninguna manera a los intrépidos lugareños y los más osados y atrevidos se aprestaron a socorrer a las víctimas. El habitáculo de la escena dantesca a modo de improvisada “pira funeraria” no semejaba, por ende, nada accesible a los altruistas y cooperantes asistentes circunstanciales. A pesar de este impedimento, el pueblo se volcaría con premura y arrojo en todo momento y sin ahorrar esfuerzos ni dolerle prendas en pos del objetivo de salvar a los atrapados “en peligro permanente de incineración”. Las oportunidades de rescate se adivinaban remotas y así fue por causas variadas. Exponentes de las dificultades halladas se constataron y contrastaron enseguida con una absoluta rotundidad, subsumiéndose prioritariamente en las probabilidades escasas de mejora en las condiciones adversas de temperatura o visibilidad, apertura de áreas de contacto o de acondicionamiento de entradas y abatimiento de puertas, en la procura de habilitar impracticables portillos de acceso y penetración, puesto que la loable pugna no se plasmaba en alternativas reales. Incluso se actuaría mediante soluciones extremas con una improvisación digna de encomio, tanto que los ensayos de refrigeración, mediante calderos de agua lanzados o la rotura forzada de la balsa anexa, a través del taladro o perforación con armas reglamentarias de los tubos de regulación, no lograron su anhelo ferviente de minimizar la nómina o balance de fallecimientos.

                                                               Marcelino B. Taboada

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