CRÓNICA DE UN MALEFICIO (II)*: EL TÚNEL NÚMERO 20.
LA VERDAD EN CIFRAS Y DATOS:
En la línea férrea de Palencia a La Coruña, a la altura de la villa minera de Albares de la Ribera, se produjo el episodio más dramático en la dilatada historia del tráfico comercial ferroviario en nuestro país (concretamente, el peor en lo que atañe al volumen de decesos consumados). El Gobierno, según sus registros oficiales, anotó y certificó en principio 57 muertes (en cuanto a finados declarados burocráticamente). No obstante, las autoridades competentes se empeñarían enseguida en completar el relato a través de las diligencias, indagaciones, análisis y actuaciones que consideraron oportuno, ordenando efectuar las verificaciones de costumbre. En consecuencia, elaboraron un dosier que incluía un recuento provisional relativo e incompleto computando solamente 78 bajas. El cotejo, mediante las inspecciones pertinentes, se realizó grosso modo (a partir de insuficientes pesquisas reglamentarias).
Los dirigentes, funcionarios y cargos concernidos, a la sazón impactados por la gravedad del siniestro, “decretaron” condenar al más ignominioso oscurantismo el asunto y ocultaron algunos de los legajos de tipo luctuoso o truculento. En esta tesitura, posteriormente se procedió a investigar en el seno de documentos y testimonios fiables y se concluyó razonadamente un montante aproximativo de unos 200 cadáveres: lo que se convertiría en un cálculo amplia y popularmente aceptado. El resumen necrológico se evidenciaba prudente, indiciariamente ajustado y aquilatado y basado en aportaciones creíbles. Esta cantidad, constituida por redondos guarismos, se transformó en el principal apunte del siniestro, producto también de “narraciones épicas de la descomunal acometida mutua (protagonizada por dos máquinas de vapor en competencia desleal), patentizada todavía en la memoria de unos pocos parientes o muy veteranos residentes de los pagos aledaños”. De este modo se terminaría glosando referenciadamente una exposición fáctica de la horrenda tragedia en cuestión, culminando así un cúmulo diverso de variados recuentos del victimario a catalogar. Además, se destacaba el rol desempeñado por los actores metálicos (y sus respectivas tripulaciones) en sincrónica pugna.
Mas el atrayente aspecto legendario, asociado al imaginario colectivo, subrayaría notas estrafalarias (a través de adiciones accesorias, aventuradas e hiperbólicas, e informaciones al margen). Las narraciones o testimonios indeterminados apuntaban hacia un balance basado en elementos dispersos o versiones sesgadas, tergiversaciones que señalaban a múltiples damnificados sin confirmar: lesionados dudosos o individuos “perecidos” hasta entonces no computados, incluso. La recreación mítica se transformó en práctica frecuente, cual terrorífica apreciación, aunque la falta de moralidad y seriedad evidentes y la ausencia de soportes comprobatorios pusieron en tela de juicio tal deriva incongruente. Por otra parte, el atrabilismo al uso delataba este intento (digno de mejor causa y empeño).
Se llegó a afirmar taxativamente que la mayoría de los pasajeros, en un viaje infernal y desafortunado, sucumbieran irremisiblemente y que el número de óbitos a colacionar oscilaría en una franja o alrededor de un entorno de una contundencia no lógica ni asumible: entre 500 y 800 fallecidos, presupuestamente. Es decir, se trataba de un saldo extraído al azar tras acoger confesiones vacilantes, tópicos habituales, cuentos irrelevantes y experiencias impropias del singular suceso. A todo ello se le añadían rasgos de ficción, trazos de contenido morboso y fabulaciones por doquier de mentes calenturientas.
Fruto de esta manipulación improcedente, entraría transitoriamente el susodicho aparatoso accidente en el Libro Guinness de los récords, a guisa de uno de los que sobrepasaba con creces los umbrales requeridos en el ámbito de los ocurridos en la extensa línea viaria terrestre europea (principalmente en lo atinente o relativo a lo macabro, pavoroso y funesto).
Fuentes neutrales —caracterizadas por su imparcialidad y asepsia, acrisolado prestigio e independencia— y profesionales en este campo forense (en una fase de correcciones de lo precedentemente plasmado, fundamentándose en la constatación de los expedientes clausurados y resto de discrepancias a confrontar, lograron desmentir cualquier versión abusiva, netamente vulgarizada e incoherente per se. Abundando y profundizando en la labor de selección, los añadidos marginales, las incompatibilidades profundas, los errores palmarios y las imprecisiones, inexactitudes o equívocos se obviaron. En aras de preservar y conseguir la verosimilitud pretendida, se depuraron y eliminaron las apresuradas, exageradas y absurdas hipótesis (concebidas por “periodistas intrusos interesados o falsos peritos”) amarillistas o escandalosas. Esta táctica de distracción, pergeñada por acerbos opositores al régimen imperante de entonces y represaliados contumaces e irreductibles, chocaba con la concepción nacionalcatolicista a establecer porque la propaganda del poder se mostraba con tintes absolutamente opuestos. Esta adoptaba entonces una línea notoriamente oscurantista, moviéndose entre un propósito exculpatorio de los defectos y disfuncionalidades y una autocomplacencia de los próceres. Porque estructuralmente, amparándose en el ostracismo del disidente y “sospechoso” de no adhesión incondicional o “depositario” de ínfulas “revolucionarias”, en una campaña publicitaria persistente e insistente se buscaba a la vez la autoalabanza y el sometimiento de la población (resultando la amenaza inquisitorial o la alienación impuesta sus principales métodos, a fin de alcanzar sus declarados objetivos).
Pero el término medio virtuoso de mesura y prudencia, dotado del atributo consustancial de juez supremo y atemporal de los imponderables pasados y otros hitos catastróficos padecidos, remataría por ganar la partida a los planteamientos mantenidos por ambos bandos: la provincial Asociación Leonesa del Ferrocarril (ALAF), por ejemplo, rechazaría —a título de corolario de naturaleza histórica― la “intoxicación” extranjera (británica, esencialmente) que habría elevado el grado o nivel de las repercusiones del monstruoso y dantesco hecho doloroso. Los ingleses, sirviéndose de una miscelánea abominable de ideología, perjuicios y prejuicios ad hoc, habían orientado sus anhelos revanchistas contra el franquismo (calificándolo de rayano a la causa nacionalsocialismo o favorecedor esporádico de sus tradicionales enemigos). Por ello, en revancha, iniciaron una estrategia denigratoria con acusaciones de deslealtad (no cooperación o enemistad manifiesta), intervencionismo, cultivando e impulsando ancestrales fobias o ejemplificando mediante muestras de veleidades pro-germanas. Esta exclusiva tarea era típica de autóctonos “anglófilos” o de “infiltrados” ocasionales. Sin embargo, España tenía que ejecutar sin demora, pues, ímprobos esfuerzos de recomposición social y económica y procurar habilitar los proyectos necesarios (que frenaría luego su estigmatización como dictadura, la autarquía y el aislacionismo que mereció a naciones miembros de su espacio geopolítico y el atraso ostensible en distintos dominios y sentidos). Este tópico caló y se plasmaría durante las inmediatas décadas, en una imagen estereotipada de todo lo hispano: “proscripción”, “cerrazón y autocracia”, “precariedad en infraestructuras e internacionalización empresarial”, “carencia cuantitativa y cualitativa de recursos humanos (técnicos)”, “racionamiento”, “mentalidad arcaica”, “fomento del individualismo y huida de la promoción de sinergias colectivas”…
EL ESPECIAL O PARTICULAR CONTEXTO:
De manera simultánea, hay que contextualizar este terrorífico accidente en el marco de la celebración de unas entrañables fiestas navideñas enchidas de gozo, de reencuentros familiares y cuasi-rituales, en los años 40 del siglo XX. El momento se insertaba en una etapa de innumerables apreturas, retos triviales de subsistencia acuciantes, dificultades de abastecimiento, privaciones severas localizadas y penurias generalizadas.
Y a guisa de variable doméstica potestativa, accesoriamente al enfrentamiento civil reciente (en parte todavía enconado y agónico), los “maquis”, “perseguidos”, “escapados” o insospechados “saboteadores” de infraestructuras vitales e indispensables fueron asimismo acusados de conspiradores o incitadores de tan oprobioso siniestro. No obstante y a pesar de este intento depurador de responsabilidades difusas de cariz conspiranoico, el retiro o remota ubicación en que se hallaban los renuentes y resilientes guerrilleros (impulsado por soflamas ideológicas incomprensibles) no lo corroboraban y, analizando los condicionantes que les rodeaban, esta estrategia toparía en su descargo con una torpe, indolente, negligente, aviesa y maniquea interpretación de notorio jaez arbitrario.
EL EPÍLOGO:
El espectáculo surgido de un averno inmisericorde, desencadenado, desastroso e irreverente (dantesco en todo punto), prosiguió in crescendo durante angustiosas horas, mudando el apacible lugar en un antro o sitio inaccesible e insufrible.
A renglón seguido, después de controlar las urgencias e incidencias inaplazables, se articularía un nuevo convoy ensamblando los materiales o componentes móviles aún servibles y otros complementos adecuados íntegros (eventualmente disponibles). Determinados los pertrechos y resto de enseres y pertenencias salvados del aparatoso choque, esta expedición (en misión de comitiva “mortuoria” y lúgubre) estaba integrada sustancialmente por 4 vagones remolcables y el furgón postal. En León capital se solventaron las faenas más perentorias y humanamente preciosas y valoradas: con preferencia, la de retirar, acompañar e inhumar una proporción relevante de los cuerpos inertes transportados (se habían trasladado 47 féretros de semejante factura) y la de procurar asistencia sanitaria y cuidados a un nutrido contingente de damnificados. Su traslado se había ejecutado con parada previa en Astorga, poniendo a continuación rumbo a su destino, en el que se ingresaron muchos supervivientes afectados y se auxiliaron convenientemente estos inesperados pacientes heridos (siendo atendidos por los facultativos correspondientes). La tarde transcurría de forma tediosa, amarga y premiosa, quizá vinculada al acontecimiento de rigor y duelo.
Los trabajos in situ se prolongaron a través de 72 horas y se saldaron en medio de una consternación y silencio avasalladores, interrumpidos mínimamente por una inusitada afluencia de visitas (ligados a las idas y venidas de los servicios de transporte de los infortunados, al objeto de acompañarlos en su postrer tránsito). Semejaba, por ende, el lugar de la monstruosa hecatombe un tanatorio ambulante e improvisado. Las exequias postreras y las honras religiosas (o laicas) se consagraron, cumpliendo los cánones, en el seno de una atmósfera desangelada, plomiza, invernal y descorazonadora. En el río Tremor ―espectador impertérrito de lo acaecido— se atisbaron en las jornadas de rigor a venir cenizas y reducidos restos o vestigios de la “pira” u hoguera fatídica (con olor a chamusquina), producto de una estela incesante allegada por el viento “putrefacto” y “tórrido”.
Finalmente, más tarde, se procedió a implementar el litigio por los daños ocasionados y el pleito diseñado o “amañado” con el propósito de “quitar hierro” a las múltiples deficiencias patentes en el trayecto (prioritariamente en el último trecho recorrido). El juicio, previsto en el turno y el foro y asignado al Tribunal sentenciador competente, dirigió sus tiros a ratificar la existencia de “fuerza mayor irresistible” (en un afán de salvar a los auténticos culpables indirectos), trufada esta eximente con la atenuante de “caso fortuito”: tintes que a grandes trazos se enseñorearon del proceso y justificaron la resolución tomada de “cubrir con un tupido velo” lo corrientemente admitido. Por ende y ante el carpetazo en falso de la magistratura, en los anales de la recordada Compañía del Norte —encargada de la explotación y mantenimiento de la línea León-Galicia— permanecerá presente siempre una huella indeleble e imborrable (que impedirá que se relegue o postergue este pronunciamiento execrable).
La coyuntura global de privaciones no impidió, en cambio, las dedicatorias nominativas y lapidarias de ciertos desconsolados deudos, aunque no se pudiese identificar con la necesaria claridad la adscripción de determinados desaparecidos: el deseo de intimidad prevaleció ante la impericia, desidia u obstáculos planteados en el terreno administrativo.
En definitiva, un epígrafe específico merecería el apartado vinculado a las secuelas asociadas y a los daños colaterales y huellas latentes aún conservadas (a lo largo del transcurso del tiempo). Por la “zona cero” (y sus cercanías) se observó el paso de autoridades, curiosos y personajes variados en un primer intervalo próximo: ramillete de notables preocupados por los rumores propagados, ficciones infundadas y su repercusión en la deriva divulgativa del enorme abordaje presenciado. En el período subsiguiente — aniversarios remotos del datado incidente único, desagradablemente pernicioso y sensacional— en cumplida compensación y muestra de la imprescindible reparación se apreció anualmente una serie votiva integrada por varias ofrendas forales en la antesala del escenario del magno “calcinatorio” (preceptivamente en la “celebración” de aniversarios, amén de los debidos en los cementerios que acogieron los enterramientos respectivos).
El reputado catedrático jubilado D. Vicente (apodado cariñosamente “Tito”), plurigalardonado y recompensado por sus escrupulosos y acertados estudios y sus publicaciones extraordinarias, ha llevado a efecto una recopilación de los viajeros en liza, centrándose en el capítulo de decesos o en el de alcanzados de manera significativa y relevante, netamente exento de polémica y discusión. En razón de este listado el egregio profesor y escritor, escudriñador de los secretos pretéritos guardados y eximio conocedor de la intrahistoria comercal, ha divulgado sus irrebatibles registros: datos que apostillan que los muertos ascenderían a unos 101 y el global de afectados en su integridad o indemnidad física, fijándonos en los 116 lesionados de consideración, a 217. A mi entender y expresando mi humilde opinión, a fuer de ser sincero, esta apreciación se alzaría con la vitola de “convalidable”, “cabal” y “preferente”.
Marcelino B. Taboada
(*) Existe un texto preliminar en el que se desgranan somera y secuencialmente las vicisitudes por las que pasó en su singladura terminal el Correo-Expreso n.º 421, la que culminaría con la masacre comentada y su retirada obligada de la circulación habitual y particularmente socorrida. Los fatales hados lo aguardaban y le propiciaron, cual presagio inadvertido previamente, la suerte más adversa y morbosa en los estertores de su interrumpida e intensa carrera.